Como nos gusta inculcar a nuestros niños las mismas cosas que nos gustan a nosotros: «A este le apunto a kárate para que de mayor no le den» (tapando la frustración del padre por las palizas que le daban en el patio), o «Juega a la pelota que nos sacarás de pobres» y el niño tiene los pies planos y no hay manera de que corra en línea recta ni dos metros.
Si hay dos grandes lugares en la infancia donde parece obligatorio ir, es al circo y al zoo.
A mí, por ejemplo me horrorizaban los zoos porque me daba mucha pena ver a los pobres animalitos encerrados en una jaula de dos por dos. A otros niños, en cambio, les encantaba y se pasaban días enteros ahí con sus globos y sus chuches para los animales. Y los circos me encantaban. De hecho, todavía me gusta ir en Navidades con mis palomitas y a dar palmas como una posesa y a gritar «¡Cuidado, cuidado!» cuando el payaso malo va por detrás para hacer rabiar al blanquito. Aunque para mí el ganador es el Hombre Bala. Ese cañón, ese maiot con la bandera americana con su caso azul y rojo y esa troupe de chicas que marcan cada movimiento con su posturita estelar. Me encanta. Y cada vez que el redoble marca el lanzamiento del Hombre Bala, me pongo de los nervios. No lo puedo evitar.
Pero claro, igual que a mí el zoo me horripilaba, a otra gente le pasaba lo mismo con el circo. Pero hay padres que no lo captan. No lo captan y llevan a su niña ilusionadísimos, cogiditos de la mano. La niña desde que su madre le peinó sus dos coletas, le puso el vestidito y los leotardos estaba ya renegando. Con una cara hasta el suelo se sentó en la grada. En una mano algodón de azúcar, en otra palomitas y apoyadas en las piernas la tira de la rifa para el gran sorteo final. «Qué nervios eh, Brenda«. La niña con los ojos entrecerrados no paraba de moverse. Lo que un psicólogo hubiera analizado como: «sacarme de aquí ya».
Salieron los elefantes, los leones, y Brenda seguía moviéndose. Le gustaba buscar el hueco que había entre el asiento y el respaldo. Y así se iba entreteniendo mientras sus padres daban palmas como locos para premiar a los trapecistas chinos. Más actuaciones y Brenda seguía buscano ese hueco. Su padre harto ya de tanto movimiento se giró y le dijo: «¡Ponte recta!». (Qué manía postural tienes los padres). Y un hilillo de voz salió de la boca de la niña: «noo puedo» «¡Qué dices? ¡qué te dejes de tonterias y te pongas recta!» «q noooo puedoooo». El psicólogo infantil diría que quería decir «tierra trágame» cuando pararon la función y un payaso y la taquillera le estiraban de los brazos para intentar sacar a la niña atascada en la silla. Nunca volvió a pisar un circo.
El espectáculo debe continuar.
Mercedes Pinto says
Pobre niña… A mi me pasaba algo parecido pero con la feria, no la soportaba. Lo de que me vistieran de rociera, con tacones incluidos y me montaran en los columpios… Es que veo una noria y entro en coma.
Un abrazo.
miriam says
jajajajajajajajajajaja…me encanta! yo la estoy viendo!
Anónimo says
Lo que no sé es si a alguien le ha tocado algo en las rifas del circo…